La vida es una lucha continua entre los desafíos de la mente y los límites del cuerpo, cuya materialidad recuerta constantemente al espíritu que esta no es su dimensión.
Somos impulsados por un instinto de superación, que frecuentemente choca con la estructura de la cual estamos hechos.
Y, a la vez, es esta misma limitación que nos ayuda a aterrizar nuestro ego, educándonos a la humildad, enseñándonos a pararnos a observar con agradecimiento la grandeza de todo lo del cual somos parte.
Así que, paradójicamente, tenemos que ser agradecedidos hasta de nuestros límites, pues son esos mismos que nos permiten detenernos a mirarnos como lo que somos: un milagro puntiforme en la inmensidad del universo, un pequeño montículo de polvo de estrellas que, por alguna razón, adquirió conciencia de si mismo y praticipa de la dinámica del cosmo buscando un propósito.
En el equilibrio inestable entre los líimtes de la materialidad y el impulso a superarlos es que reside la felicidad, que no es otra cosa que participar del baile de la existencia con las unicidades propias de cada ser.
Esa confrontación entre la fragilidad y la grandeza nos proyecta hacia algo superior, sin perder de vista el equí y ahora, que justamente los límites nos obligan a recordar.
Somos un soplo de energía que se agita, buscando un sentido a una conciencia de sí que nos atormenta.
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