El
primer paso para comprender el “ambiente” es regresar a su etimología latina:
participio presente del verbo “ambire”, la palabra es un nombre verbal, que tiene
en sí la acción de “ir por un lado y por otro”, “andar alrededor”, “rodear”.
Por lo tanto, el “medio ambiente” es todo lo que nos rodea y del cual todas las
personas somos parte.
Esta
reflexión es fundamental para intentar reconciliar la dicotomía entre lo
“natural” y lo “antrópico”, superando el drama pascaliano de que “el ser humano
está por encima de la naturaleza y al mismo tiempo inevitablemente implicado en
ella”.
A
pesar de su base común, oikos, la casa que todos compartimos, esta
esquizofrenia colectiva ha llevado a la sociedad humana a separar cada vez más
la economía (oikos nomos) de la ecología (oikos logos), haciendo que
la huella de las actividades antrópicas sobre el medio ambiente se haya vuelto
más y más evidente y profunda. El impacto sobre los demás organismos y
ecosistemas es tan significativo que está amenazando la capacidad de carga del
planeta, acercándonos de manera acelerada a un punto de ruptura de los
equilibrios existentes.
Como
expresión del reconocimiento de esta adquirida capacidad del ser humano de
modificar los sistemas ambientales a escala global, al principio del nuevo
milenio fue acuñado el término “Antropoceno”, para identificar una nueva era
geológica en la cual la huella humana está quedando impresa de manera indeleble
en los “archivos” planetarios. Con un nivel de probabilidad próximo al 100%, la
influencia humana ha determinado el calentamiento del clima global a un ritmo
sin precedentes en los últimos dos mil años. Por efecto de las emisiones antrópicas,
asociadas prevalentemente al uso de combustibles fósiles, las concentraciones
atmosféricas de Gases de Efecto Invernadero han alcanzado los niveles más altos
de los últimos 800 mil años[1].
Paralelamente
y de manera inequívoca, es cada vez más evidente que la degradación de los
sistemas ambientales, incluyendo las modificaciones del clima asociadas al
calentamiento global, condiciona significativamente a nuestras sociedades y su
desarrollo, siendo causa de pérdidas económicas e inestabilidad social y
política, con impactos que se distribuyen de manera desigual, afectando principalmente
a los grupos humanos más vulnerables, como las mujeres, los niños, niñas y
adolescentes, y las personas de la tercera edad.
Todo
esto mientras que un grupo reducido de población y de naciones son los
principales responsables de la crisis climática en un mundo donde cerca del 50%
de las emisiones de gases de efecto invernadero son causadas por el 10% más
rico de la población global[2].
Frente
a estos desafíos, con una población que demanda el acceso a un bienestar que
todavía pertenece a un porcentaje reducido de ella, como humanidad, hemos hecho
diversos esfuerzos para encontrar soluciones apropiadas. A través de la
comunidad internacional, en primer lugar, hemos trabajado para dimensionar y difundir
la urgencia de atender la crisis ambiental y, luego, hemos elaborado
instrumentos con la intención de revertir las tendencias observadas.
Sin
embargo, desde la famosa Cumbre de Río del 1992, que, con su Declaración sobre
el Medio Ambiente y el Desarrollo, abrió el camino a la búsqueda de la
sostenibilidad, los avances esperados se han convertido en un proceso de
continua posposición de las metas a alcanzar, las cuales no logran estar al
paso con la degradación cada vez más acelerada de los recursos planetarios y la
creciente desigualdad de sus impactos.
En
este contexto, se vuelve entonces impostergable preguntarse en qué estamos
fallando y bajo qué marco podemos abordar los problemas para desarrollar
soluciones apropiadas.
La
respuesta, aunque no queramos admitirlo, está en que todavía no estamos
dispuestos a atacar las causas reales del problema, es decir, el modelo de
consumo que sigue sin superar esa dicotomía entre lo natural y lo humano y que
privilegia el crecimiento económico a corto plazo en lugar de un desarrollo
verdaderamente integral y sostenido para esta y las futuras generaciones. En
efecto, la humanidad está tan acostumbrada a concebirlo como único modelo
posible que no dedicamos nuestras inteligencias ni invertimos recursos y
energías en la búsqueda de alternativas, ni en preguntarnos quiénes son las
personas que emiten y quiénes son. las que sufren los impactos.
Para
revertir la crisis ambiental y climática actual y, a la vez, crear las
condiciones para que cada ser humano pueda “vivir bien” es indispensable
experimentar modelos alternativos, en los cuales los beneficios económicos no
estén vinculados exclusivamente al dinero, sino que incluyan la justa
valoración del bienestar social, fundamentado en la solidaridad.
En
este esfuerzo, es necesario “repensar” el concepto de progreso bajo un marco de
justicia climática y, de manera honesta, asumir responsabilidades diferenciadas
pero compartidas, sabiendo que todas las naciones necesitamos analizar de
manera crítica nuestras políticas y acciones, para aprender de los errores y
tomar las medidas más apropiadas para mitigar la presente crisis ambiental y climática,
orientando de la manera oportuna los pasos futuros.
Es
fundamental que asumamos que las alternativas sustentables, viables y exitosas
deben necesariamente pasar por la apertura de un diálogo en todos los niveles,
donde todos los sectores y actores de la sociedad participen de manera
informada, libre, significativa y en paridad de condiciones.
En
este sentido, el enfoque debe estar en el empoderamiento de las poblaciones
locales, quienes viven el territorio y lo conocen y que, por lo tanto, deben estar
en la condición de vivir de los recursos que genera y asumir la veeduría de
estos, participando en el proceso de toma de decisiones en coordinación con los
demás actores que operan en él, a partir de un análisis científico de las
características ambientales existentes.
El
éxito del modelo está demostrado por numerosas iniciativas que, a escala local,
evidencian que, ahí donde está presente un grupo humano empoderado, que vive de
manera sostenible de los recursos territoriales existentes, logra concretizarse
una gestión ambiental integral, como es el caso de las microhidroeléctricas
comunitarias, para las cuales República Dominicana es un referente a nivel
mundial.
La
clave es replicar y escalar el modelo, implementando dos principios
fundamentales: generar sinergia y devolver el valor perdido al factor “tiempo”.
El primero implica coordinar acciones, evitando la duplicidad de esfuerzos e incrementando
la eficiencia y efectividad de las intervenciones. El segundo conlleva abandonar
la “prisa” y el modelo de consumo acelerado que se han vuelto característicos
de nuestra época, en favor de un estilo de vida más acorde a los tiempos,
ciclos y dinámicas de la naturaleza.
De
esta manera, el modelo “individualista” actual podrá ser reemplazado por otros más
sostenibles, basados en la cooperación. En ellos, más que el éxito individual,
frecuentemente construido a costa de la derrota de otros cientos de individuos
“perdedores”, es valorada la sinergia, que promueve la comunidad y, con ella,
cada uno de los individuos que de la comunidad son parte, quienes, insertados
armónicamente en el grupo, alcanzan metas mucho más altas y satisfactorias.
En
este contexto, un evento como este es muy esperanzador, puesto que se presenta
como un espacio de reflexión sobre la relación entre la ley fundamental de la
nación y el medio ambiente, sentando las bases para que el marco legal que de
ella se desprenda logre guiar el camino hacia la sostenibilidad.
Nuestra
Constitución reconoce el medio ambiente como un derecho colectivo, expresamente
protegido por el Estado Dominicano, quien, en el artículo 67 establece como su
deber “proteger y mantener el medio ambiente en provecho de las presentes y futuras
generaciones”. Dicho deber es compartido con cada ciudadano y cada ciudadana
dominicana, quienes, en el art. 75, están llamado a “proteger los recursos
naturales del país, garantizando la conservación de un ambiente limpio y sano”.
Además, en el art. 194, el Estado Dominicano reconoce como su prioridad “la
formulación y ejecución, mediante ley, de un plan de ordenamiento territorial
que asegure el uso eficiente y sostenible de los recursos naturales de la
Nación, acorde con la necesidad de adaptación al cambio climático”, en el
respeto de los compromisos asumidos a nivel internacional, con la firma de los
acuerdos ambientales, como el Acuerdo de París, el Acuerdo de Escazú, entre
otros.
Este
debe ser nuestro punto de partida para que, en conjunto, podamos responder a
tiempo a todos los retos ambientales existentes en nuestro territorio, a
diferentes escalas.
Entre
los objetivos prioritarios, hacia cuyo cumplimiento debe trabajar toda la sociedad
en conjunto, están:
1. Educar sobre una ética
ambiental compartida, que permita superar comportamientos dañinos e
insostenibles.
2. Implementar un manejo
integral y sostenible de los desechos sólidos.
3. Proteger la biodiversidad y
los riquísimos recursos ecosistémicos terrestres y marinos que el país alberga.
4. Implementar un uso del
suelo acorde a las características propias del territorio, definidas mediante un
ordenamiento territorial y estudios científicos, que, a partir de la
identificación de las potencialidades y fragilidades existentes, sean
instrumentos para garantizar la seguridad hídrica y alimentaria, eliminando
factores que actualmente amenazan la sostenibilidad del aprovechamiento, como la
explotación minera descontrolada y la tala abusiva de bosques, entre otros.
5. Garantizar la adaptación al
cambio climático, mientras reduzcamos nuestra huella de carbono, promoviendo
que el acceso a los servicios necesarios para el bienestar de la población se alcance
a través de fuentes renovables de energía y en soluciones basadas en la
naturaleza.
6. Definir, junto con la
vecina República de Haití, una política ambiental común para aquellas áreas y
temas que abarquen el ecosistema isleño y los recursos compartidos.
Para
eso, el país necesita dar pasos significativos hacia el fomento del diálogo y
la sinergia interinstitucional, evitando la duplicidad de funciones, así como
hacia la constitución de una base de datos territoriales de libre acceso.
Estos
objetivos y todos los demás que vayan definiéndose en el camino hacia la
sostenibilidad suponen que hayamos interiorizado y estemos decididas y decididos
a garantizar la seguridad del derecho, afirmando nuestra voluntad de aplicar
las leyes, normas y reglas que, como comunidad, consensuemos para nuestro buen
vivir. En efecto, para alcanzar la sostenibilidad es necesario reconocer que tener
una norma y no respetarla es más perjudicial que no contar con ella, siendo
doble el daño en el primer caso, puesto que, por un lado, no se cumple con el
propósito por el cual la norma ha sido establecida y, por el otro, lo que es
peor, se contribuye a difundir una cultura de irrespeto de las reglas, debilitando
la institucionalidad del Estado.
Todas
y todos, el gobierno y las instituciones públicas, el sector privado, los
partidos políticos, la academia y los demás actores de la sociedad civil,
debemos integrarnos al diálogo y a la definición de líneas de acción orientadas
a la sostenibilidad de nuestro país y de la isla.
Nessun commento:
Posta un commento