mercoledì 24 agosto 2022

Constitución y medio ambiente

El primer paso para comprender el “ambiente” es regresar a su etimología latina: participio presente del verbo “ambire”, la palabra es un nombre verbal, que tiene en sí la acción de “ir por un lado y por otro”, “andar alrededor”, “rodear”. Por lo tanto, el “medio ambiente” es todo lo que nos rodea y del cual todas las personas somos parte.

Esta reflexión es fundamental para intentar reconciliar la dicotomía entre lo “natural” y lo “antrópico”, superando el drama pascaliano de que “el ser humano está por encima de la naturaleza y al mismo tiempo inevitablemente implicado en ella”.


A pesar de su base común, oikos, la casa que todos compartimos, esta esquizofrenia colectiva ha llevado a la sociedad humana a separar cada vez más la economía (oikos nomos) de la ecología (oikos logos), haciendo que la huella de las actividades antrópicas sobre el medio ambiente se haya vuelto más y más evidente y profunda. El impacto sobre los demás organismos y ecosistemas es tan significativo que está amenazando la capacidad de carga del planeta, acercándonos de manera acelerada a un punto de ruptura de los equilibrios existentes.

Como expresión del reconocimiento de esta adquirida capacidad del ser humano de modificar los sistemas ambientales a escala global, al principio del nuevo milenio fue acuñado el término “Antropoceno”, para identificar una nueva era geológica en la cual la huella humana está quedando impresa de manera indeleble en los “archivos” planetarios. Con un nivel de probabilidad próximo al 100%, la influencia humana ha determinado el calentamiento del clima global a un ritmo sin precedentes en los últimos dos mil años. Por efecto de las emisiones antrópicas, asociadas prevalentemente al uso de combustibles fósiles, las concentraciones atmosféricas de Gases de Efecto Invernadero han alcanzado los niveles más altos de los últimos 800 mil años[1].

Paralelamente y de manera inequívoca, es cada vez más evidente que la degradación de los sistemas ambientales, incluyendo las modificaciones del clima asociadas al calentamiento global, condiciona significativamente a nuestras sociedades y su desarrollo, siendo causa de pérdidas económicas e inestabilidad social y política, con impactos que se distribuyen de manera desigual, afectando principalmente a los grupos humanos más vulnerables, como las mujeres, los niños, niñas y adolescentes, y las personas de la tercera edad.

Todo esto mientras que un grupo reducido de población y de naciones son los principales responsables de la crisis climática en un mundo donde cerca del 50% de las emisiones de gases de efecto invernadero son causadas por el 10% más rico de la población global[2].

Frente a estos desafíos, con una población que demanda el acceso a un bienestar que todavía pertenece a un porcentaje reducido de ella, como humanidad, hemos hecho diversos esfuerzos para encontrar soluciones apropiadas. A través de la comunidad internacional, en primer lugar, hemos trabajado para dimensionar y difundir la urgencia de atender la crisis ambiental y, luego, hemos elaborado instrumentos con la intención de revertir las tendencias observadas.

Sin embargo, desde la famosa Cumbre de Río del 1992, que, con su Declaración sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo, abrió el camino a la búsqueda de la sostenibilidad, los avances esperados se han convertido en un proceso de continua posposición de las metas a alcanzar, las cuales no logran estar al paso con la degradación cada vez más acelerada de los recursos planetarios y la creciente desigualdad de sus impactos.

En este contexto, se vuelve entonces impostergable preguntarse en qué estamos fallando y bajo qué marco podemos abordar los problemas para desarrollar soluciones apropiadas.

La respuesta, aunque no queramos admitirlo, está en que todavía no estamos dispuestos a atacar las causas reales del problema, es decir, el modelo de consumo que sigue sin superar esa dicotomía entre lo natural y lo humano y que privilegia el crecimiento económico a corto plazo en lugar de un desarrollo verdaderamente integral y sostenido para esta y las futuras generaciones. En efecto, la humanidad está tan acostumbrada a concebirlo como único modelo posible que no dedicamos nuestras inteligencias ni invertimos recursos y energías en la búsqueda de alternativas, ni en preguntarnos quiénes son las personas que emiten y quiénes son. las que sufren los impactos.

Para revertir la crisis ambiental y climática actual y, a la vez, crear las condiciones para que cada ser humano pueda “vivir bien” es indispensable experimentar modelos alternativos, en los cuales los beneficios económicos no estén vinculados exclusivamente al dinero, sino que incluyan la justa valoración del bienestar social, fundamentado en la solidaridad.

En este esfuerzo, es necesario “repensar” el concepto de progreso bajo un marco de justicia climática y, de manera honesta, asumir responsabilidades diferenciadas pero compartidas, sabiendo que todas las naciones necesitamos analizar de manera crítica nuestras políticas y acciones, para aprender de los errores y tomar las medidas más apropiadas para mitigar la presente crisis ambiental y climática, orientando de la manera oportuna los pasos futuros.

Es fundamental que asumamos que las alternativas sustentables, viables y exitosas deben necesariamente pasar por la apertura de un diálogo en todos los niveles, donde todos los sectores y actores de la sociedad participen de manera informada, libre, significativa y en paridad de condiciones.

En este sentido, el enfoque debe estar en el empoderamiento de las poblaciones locales, quienes viven el territorio y lo conocen y que, por lo tanto, deben estar en la condición de vivir de los recursos que genera y asumir la veeduría de estos, participando en el proceso de toma de decisiones en coordinación con los demás actores que operan en él, a partir de un análisis científico de las características ambientales existentes.

El éxito del modelo está demostrado por numerosas iniciativas que, a escala local, evidencian que, ahí donde está presente un grupo humano empoderado, que vive de manera sostenible de los recursos territoriales existentes, logra concretizarse una gestión ambiental integral, como es el caso de las microhidroeléctricas comunitarias, para las cuales República Dominicana es un referente a nivel mundial.

La clave es replicar y escalar el modelo, implementando dos principios fundamentales: generar sinergia y devolver el valor perdido al factor “tiempo”. El primero implica coordinar acciones, evitando la duplicidad de esfuerzos e incrementando la eficiencia y efectividad de las intervenciones. El segundo conlleva abandonar la “prisa” y el modelo de consumo acelerado que se han vuelto característicos de nuestra época, en favor de un estilo de vida más acorde a los tiempos, ciclos y dinámicas de la naturaleza.

De esta manera, el modelo “individualista” actual podrá ser reemplazado por otros más sostenibles, basados en la cooperación. En ellos, más que el éxito individual, frecuentemente construido a costa de la derrota de otros cientos de individuos “perdedores”, es valorada la sinergia, que promueve la comunidad y, con ella, cada uno de los individuos que de la comunidad son parte, quienes, insertados armónicamente en el grupo, alcanzan metas mucho más altas y satisfactorias.

En este contexto, un evento como este es muy esperanzador, puesto que se presenta como un espacio de reflexión sobre la relación entre la ley fundamental de la nación y el medio ambiente, sentando las bases para que el marco legal que de ella se desprenda logre guiar el camino hacia la sostenibilidad.

Nuestra Constitución reconoce el medio ambiente como un derecho colectivo, expresamente protegido por el Estado Dominicano, quien, en el artículo 67 establece como su deber “proteger y mantener el medio ambiente en provecho de las presentes y futuras generaciones”. Dicho deber es compartido con cada ciudadano y cada ciudadana dominicana, quienes, en el art. 75, están llamado a “proteger los recursos naturales del país, garantizando la conservación de un ambiente limpio y sano”. Además, en el art. 194, el Estado Dominicano reconoce como su prioridad “la formulación y ejecución, mediante ley, de un plan de ordenamiento territorial que asegure el uso eficiente y sostenible de los recursos naturales de la Nación, acorde con la necesidad de adaptación al cambio climático”, en el respeto de los compromisos asumidos a nivel internacional, con la firma de los acuerdos ambientales, como el Acuerdo de París, el Acuerdo de Escazú, entre otros.

Este debe ser nuestro punto de partida para que, en conjunto, podamos responder a tiempo a todos los retos ambientales existentes en nuestro territorio, a diferentes escalas.

Entre los objetivos prioritarios, hacia cuyo cumplimiento debe trabajar toda la sociedad en conjunto, están:

1.       Educar sobre una ética ambiental compartida, que permita superar comportamientos dañinos e insostenibles.

2.       Implementar un manejo integral y sostenible de los desechos sólidos.

3.      Proteger la biodiversidad y los riquísimos recursos ecosistémicos terrestres y marinos que el país alberga.

4.      Implementar un uso del suelo acorde a las características propias del territorio, definidas mediante un ordenamiento territorial y estudios científicos, que, a partir de la identificación de las potencialidades y fragilidades existentes, sean instrumentos para garantizar la seguridad hídrica y alimentaria, eliminando factores que actualmente amenazan la sostenibilidad del aprovechamiento, como la explotación minera descontrolada y la tala abusiva de bosques, entre otros.

5.      Garantizar la adaptación al cambio climático, mientras reduzcamos nuestra huella de carbono, promoviendo que el acceso a los servicios necesarios para el bienestar de la población se alcance a través de fuentes renovables de energía y en soluciones basadas en la naturaleza.

6.      Definir, junto con la vecina República de Haití, una política ambiental común para aquellas áreas y temas que abarquen el ecosistema isleño y los recursos compartidos.

Para eso, el país necesita dar pasos significativos hacia el fomento del diálogo y la sinergia interinstitucional, evitando la duplicidad de funciones, así como hacia la constitución de una base de datos territoriales de libre acceso.

Estos objetivos y todos los demás que vayan definiéndose en el camino hacia la sostenibilidad suponen que hayamos interiorizado y estemos decididas y decididos a garantizar la seguridad del derecho, afirmando nuestra voluntad de aplicar las leyes, normas y reglas que, como comunidad, consensuemos para nuestro buen vivir. En efecto, para alcanzar la sostenibilidad es necesario reconocer que tener una norma y no respetarla es más perjudicial que no contar con ella, siendo doble el daño en el primer caso, puesto que, por un lado, no se cumple con el propósito por el cual la norma ha sido establecida y, por el otro, lo que es peor, se contribuye a difundir una cultura de irrespeto de las reglas, debilitando la institucionalidad del Estado.

Todas y todos, el gobierno y las instituciones públicas, el sector privado, los partidos políticos, la academia y los demás actores de la sociedad civil, debemos integrarnos al diálogo y a la definición de líneas de acción orientadas a la sostenibilidad de nuestro país y de la isla.

[2] https://www.nature.com/articles/s41893-021-00842-z 

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